Quienes hemos tenido un maestro de la altura humana e
intelectual de Manuel Ariza Viguera (Madrid 1946-Sevilla 2013) sabemos que
caer en las manos de un buen profesor es la mejor forma de aprender a serlo, y
muchas veces, solos ante la pizarra, hemos construido la mejor versión de
nosotros mismos recordando y repitiendo las frases y modos de quien nos enseñó.
Todo hombre que a otro llama maestro, por la ciencia que es en él lo llama e
porque quiere ser enseñado de él decía un texto castellano del siglo XV. El
catedrático de la Universidad de Sevilla Manuel Ariza era uno de tales
maestros.
Bajo el magisterio de
Rafael Lapesa, a quien respetaba y admiraba
profundamente, Ariza se formó en la Complutense de Madrid en el estudio de la
Historia de la Lengua Española.
Reunía en sí un conocimiento científico
vastísimo y en él se reconocían los intereses de la Escuela de Filología
Española que a principios del XX fundó don Ramón Menéndez Pidal: el amor a los
textos y el respeto por el dato dialectal, caminos uno y otro para llegar a
describir con solidez la Historia del Español.
En estos ámbitos destacó por la
magnitud de sus publicaciones: libros (La lengua del siglo XII, Sobre
fonética histórica del español, Estudios sobre el extremeño, y, con
título provocador, Insulte usted sabiendo lo que dice y otros estudios sobre
el léxico) y artículos de investigación que suman más de un centenar.
Investigó sobre Dialectología (sobre todo extremeña y andaluza) y sobre Fonología
Histórica del Español: nos reveló detalles y pormenores de los porqués
históricos de la escisión dialectal sevillana, descubrió vivos en zonas rurales
procesos fónicos que pensábamos desaparecidos, aclaró y reformuló sin
aspavientos ni protagonismos teorías que se tenían por inamovibles... Investigó
también, con fina sensibilidad, sobre textos antiguos; en su última etapa y
pese a las despiadadas arremetidas de la enfermedad, localizó un fondo de
manuscritos judeoespañoles en Italia y soñaba con rescatarlos.
Además
de por la ciencia que en él era,
Ariza era maestro porque todos querían ser enseñados de él. Fue docente de
la Università di Pisa, de la de Málaga y luego, largos años, de la Universidad
de Extremadura; a Sevilla, lugar de donde era oriunda su familia, llegó en
1989. Son miles los alumnos que lo han tenido como profesor, en presencia o a
través de sus libros, porque Manuel Ariza fue también maestro de los alumnos
que nunca tuvo, estudiantes de otras universidades, españolas o extranjeras,
que usaban alguno de sus manuales universitarios, todos redactados en un estilo
transparente y cómodo: su Comentario de textos dialectales, el librito
acerca del Comentario filológico de textos o su Manual de Fonología
Histórica del Español son parte de la biblioteca de referencia de
quienes quieran enfrentarse a una disciplina tan compleja y amplia como la
Historia de la Lengua Española. Era un maestro porque hacía fácil lo difícil,
atendiendo en clase cualquier pregunta, por absurda que pareciera, y haciendo
chistes (¡malísimos!) que permitieran entender mejor el contenido. La clase
magistral entendida como la exposición pulcra pero amable, no el verbo de
impresión que abruma y del que nada queda, sino una Filología expresada desde
la palabra cotidiana, desde la cercanía. Otra lección de pedagogía: la tarima
para llegar más lejos, nunca para estarlo.
No
me es posible imaginar una unanimidad mayor en las simpatías que concitaba. Nos
parece una inevitable forma de supervivencia profesional que un médico no se
implique afectivamente con sus pacientes, pero el Dr. Hugo Galera, que luchó
hasta el final por salvarlo, lo pasaba casi peor que él cuando tenía que
informarlo de los avances de su enfermedad. Ariza, como siempre, le hacía fácil
lo difícil, desdramatizando, allanando el camino, destruyendo muros,
despilfarrando en humanidad. Todos lo querían. Y no como se quiere al bueno que
nada dice y todo consiente. Lo querían decanos, vicedecanos y profesores, que
también tuvieron que lidiar con sus principios insobornables y sus
imperturbables rechazos; lo queríamos sus compañeros de departamento; lo quería
sin fisuras el personal de la Facultad, los conserjes, bibliotecarios,
administrativos. Lo querían los alumnos, a los que suspendía a canastos: sabida
la noticia de su muerte, el martes llenaron las redes sociales de mensajes de
consternación y admiración por su profesor. Lo adorábamos sus discípulos, a
quienes nos daba la dirección que cada uno necesitaba, dejándonos navegar solos.
Sin quererlo, sin saberlo, nos enseñó a tener en él un modelo avasallador de
libertad. Cuando todos recelábamos de la burocracia que vino a la Universidad
con el proceso de Bolonia, solo él se atrevió a hacerle un quiebro, amable,
como eran los suyos, redactando un programa docente descacharrante, en que se
reía abiertamente de los dislates del formulario que nos proponían.
Duele
pensar que ya no vamos a ver por nuestro edificio de la Antigua Fábrica de
Tabacos la figura altísima y desgarbada de Manolo. Vendrán homenajes y no dudo
de que serán multitudinarios, emotivos y por supuesto merecidos, pero sé que cualquiera
de los muchos alumnos que tuvo, futuro o actual profesor de Lengua Española en
Secundaria o de español como segunda lengua, va a recordar en sus clases las
enseñanzas de Manolo y comprenderá entonces que aquella pedagogía tradicional e
intuitiva funcionaba. Serán esas decenas de homenajes anónimos e íntimos,
rendidos dentro de las aulas de quién sabe qué lugares del mundo, los que hagan
perdurar la memoria del maestro. Esos profesores de Lengua y Literatura que se
han estado formando durante años al abrigo del magisterio del profesor Ariza son
los mismos que alimentan ahora otras nuevas vocaciones: con ellos la Filología
sigue, la Historia de la Lengua sigue, el amor por los textos y el cuidar de la
palabra perdura. Decía Pablo Neruda, el poeta preferido de Manolo, que todo
llega a la tinta de la muerte. Pero me permito añadir: el rastro del buen
magisterio es capaz de esquivarla y trascenderla.
Deja tu comentario...
(Este texto, abreviado, ha salido también publicado en el Diario de Sevilla. Dos cosas: estáis todos invitados al homenaje a Manolo el próximo viernes 25 a las 12,30 en el Paraninfo de la US. Y os invito a ver también el divertidísimo vídeo de su "Discurso de la patata" que he subido a mi canal de Youtube).
Quienes hemos tenido un maestro de la altura humana e
intelectual de Manuel Ariza Viguera (Madrid 1946-Sevilla 2013) sabemos que
caer en las manos de un buen profesor es la mejor forma de aprender a serlo, y
muchas veces, solos ante la pizarra, hemos construido la mejor versión de
nosotros mismos recordando y repitiendo las frases y modos de quien nos enseñó.
Todo hombre que a otro llama maestro, por la ciencia que es en él lo llama e
porque quiere ser enseñado de él decía un texto castellano del siglo XV. El
catedrático de la Universidad de Sevilla Manuel Ariza era uno de tales
maestros.
Bajo el magisterio de
Rafael Lapesa, a quien respetaba y admiraba
profundamente, Ariza se formó en la Complutense de Madrid en el estudio de la
Historia de la Lengua Española.
Reunía en sí un conocimiento científico
vastísimo y en él se reconocían los intereses de la Escuela de Filología
Española que a principios del XX fundó don Ramón Menéndez Pidal: el amor a los
textos y el respeto por el dato dialectal, caminos uno y otro para llegar a
describir con solidez la Historia del Español.
En estos ámbitos destacó por la
magnitud de sus publicaciones: libros (La lengua del siglo XII, Sobre
fonética histórica del español, Estudios sobre el extremeño, y, con
título provocador, Insulte usted sabiendo lo que dice y otros estudios sobre
el léxico) y artículos de investigación que suman más de un centenar.
Investigó sobre Dialectología (sobre todo extremeña y andaluza) y sobre Fonología
Histórica del Español: nos reveló detalles y pormenores de los porqués
históricos de la escisión dialectal sevillana, descubrió vivos en zonas rurales
procesos fónicos que pensábamos desaparecidos, aclaró y reformuló sin
aspavientos ni protagonismos teorías que se tenían por inamovibles... Investigó
también, con fina sensibilidad, sobre textos antiguos; en su última etapa y
pese a las despiadadas arremetidas de la enfermedad, localizó un fondo de
manuscritos judeoespañoles en Italia y soñaba con rescatarlos.
Además
de por la ciencia que en él era,
Ariza era maestro porque todos querían ser enseñados de él. Fue docente de
la Università di Pisa, de la de Málaga y luego, largos años, de la Universidad
de Extremadura; a Sevilla, lugar de donde era oriunda su familia, llegó en
1989. Son miles los alumnos que lo han tenido como profesor, en presencia o a
través de sus libros, porque Manuel Ariza fue también maestro de los alumnos
que nunca tuvo, estudiantes de otras universidades, españolas o extranjeras,
que usaban alguno de sus manuales universitarios, todos redactados en un estilo
transparente y cómodo: su Comentario de textos dialectales, el librito
acerca del Comentario filológico de textos o su Manual de Fonología
Histórica del Español son parte de la biblioteca de referencia de
quienes quieran enfrentarse a una disciplina tan compleja y amplia como la
Historia de la Lengua Española. Era un maestro porque hacía fácil lo difícil,
atendiendo en clase cualquier pregunta, por absurda que pareciera, y haciendo
chistes (¡malísimos!) que permitieran entender mejor el contenido. La clase
magistral entendida como la exposición pulcra pero amable, no el verbo de
impresión que abruma y del que nada queda, sino una Filología expresada desde
la palabra cotidiana, desde la cercanía. Otra lección de pedagogía: la tarima
para llegar más lejos, nunca para estarlo.
No
me es posible imaginar una unanimidad mayor en las simpatías que concitaba. Nos
parece una inevitable forma de supervivencia profesional que un médico no se
implique afectivamente con sus pacientes, pero el Dr. Hugo Galera, que luchó
hasta el final por salvarlo, lo pasaba casi peor que él cuando tenía que
informarlo de los avances de su enfermedad. Ariza, como siempre, le hacía fácil
lo difícil, desdramatizando, allanando el camino, destruyendo muros,
despilfarrando en humanidad. Todos lo querían. Y no como se quiere al bueno que
nada dice y todo consiente. Lo querían decanos, vicedecanos y profesores, que
también tuvieron que lidiar con sus principios insobornables y sus
imperturbables rechazos; lo queríamos sus compañeros de departamento; lo quería
sin fisuras el personal de la Facultad, los conserjes, bibliotecarios,
administrativos. Lo querían los alumnos, a los que suspendía a canastos: sabida
la noticia de su muerte, el martes llenaron las redes sociales de mensajes de
consternación y admiración por su profesor. Lo adorábamos sus discípulos, a
quienes nos daba la dirección que cada uno necesitaba, dejándonos navegar solos.
Sin quererlo, sin saberlo, nos enseñó a tener en él un modelo avasallador de
libertad. Cuando todos recelábamos de la burocracia que vino a la Universidad
con el proceso de Bolonia, solo él se atrevió a hacerle un quiebro, amable,
como eran los suyos, redactando un programa docente descacharrante, en que se
reía abiertamente de los dislates del formulario que nos proponían.
Duele
pensar que ya no vamos a ver por nuestro edificio de la Antigua Fábrica de
Tabacos la figura altísima y desgarbada de Manolo. Vendrán homenajes y no dudo
de que serán multitudinarios, emotivos y por supuesto merecidos, pero sé que cualquiera
de los muchos alumnos que tuvo, futuro o actual profesor de Lengua Española en
Secundaria o de español como segunda lengua, va a recordar en sus clases las
enseñanzas de Manolo y comprenderá entonces que aquella pedagogía tradicional e
intuitiva funcionaba. Serán esas decenas de homenajes anónimos e íntimos,
rendidos dentro de las aulas de quién sabe qué lugares del mundo, los que hagan
perdurar la memoria del maestro. Esos profesores de Lengua y Literatura que se
han estado formando durante años al abrigo del magisterio del profesor Ariza son
los mismos que alimentan ahora otras nuevas vocaciones: con ellos la Filología
sigue, la Historia de la Lengua sigue, el amor por los textos y el cuidar de la
palabra perdura. Decía Pablo Neruda, el poeta preferido de Manolo, que todo
llega a la tinta de la muerte. Pero me permito añadir: el rastro del buen
magisterio es capaz de esquivarla y trascenderla.
Deja tu comentario...
(Este texto, abreviado, ha salido también publicado en el Diario de Sevilla. Dos cosas: estáis todos invitados al homenaje a Manolo el próximo viernes 25 a las 12,30 en el Paraninfo de la US. Y os invito a ver también el divertidísimo vídeo de su "Discurso de la patata" que he subido a mi canal de Youtube).